A veces los procesos comunciativos que iniciamos hacia el otro fracasan de manera estrepitosa, no solamente porque no alcancemos el entendimiento que requiere todo acto comunicativo, sino porque esa falta de comprensión puede llegar a herir al que nos escucha.
Hablaba sobre esto con una buena amiga esta mañana y me comentaba que si nuestra intención no ha sido la de hacer daño, se trata más bien de que el otro se siente herido (por su sensibilidad, por su susceptibilidad...) pero que realmente no podemos decir que hemos sido los culpables del daño causado.
Sea por una u otra causa, la cuestión está en que en ocasiones las palabras "maltratan" sin querer, hieren sin buscarlo, dañan repentinamente el alma del que nos atiende.
En estos casos, al fracaso del proceso comunicativo hemos de añadir el sentimiento -siempre frustrante- de culpa por lo que hicimos involuntariamente.
Y es que ante todo la comunicación es una realidad fundamentada en el afecto, por lo que no podemos evitar la tristeza, la desazón, la desolación que nos causa la ruptura de este lazo afectivo, acaso el más importante de todos.
Veo este sentimiento reflejado en el siguiente poema -precioso- de Mario Benedetti:
"Unas veces me siento como pobre colina, otras como montaña de cumbres repetidas. Unas veces me siento como un acantilado, y en otras como un cielo azul pero lejano. A veces uno es manantial entre rocas, y otras veces un árbol con las últimas hojas. Pero hoy me siento apenas como laguna insomne con un embarcadero ya sin embarcaciones, una laguna verde inmóvil y paciente conforme con sus algas sus musgos y sus peces, sereno en mi confianza, confiando en que una tarde te acerques y te mires, te mires al mirarme"